Leonardo en el Aeropuerto Internacional de Carrasco

Es una mañana fría y con sol. Leonardo me espera en el sector de arribos. Ni bien entro, lo veo con un cartel en sus manos en el que figuran mi nombre y el de Gustavo que también ha venido conmigo. Nos pasea por el aeropuerto: sala de esperas, salas de embarques, terrazas, restaurantes, salas de llegadas, pistas de despegue y pistas de aterrizaje. Leonardo me cuenta anécdotas de las diferentes personas que ha cruzado durante su residencia: más que del lugar, me habla de las personas con las que ha conversado o a las que ha escuchado discretamente como si fuera una especie de espía acústico. Y es lógico que así sea: su escritura es más sensible al componente humano que al componente espacial. Si bien nos sentamos a tomar un café y trabajamos un poco con su boceto, con Leonardo hablamos muy poco de su residencia y         –como suele sucedernos– empezamos a hablar de muchísimas otras cosas. Gustavo nos saca fotos y luego se va a trabajar con su cámara por el resto del aeropuerto. En un momento subimos a la terraza y vemos juntos la llegada de un avión: es el vuelo de Air France. Con Leonardo pensamos en lo extraño que es que algo tan pesado pueda aterrizar con ese movimiento tan suave y leve. Leonardo me habla de su viaje a Italia, de su hija, de Fray Bentos. También hablamos de ese no man’s land que es todo aeropuerto: esa zona de tránsito, ese corredor, ese lugar sin geografía ni historia. Le explico que son lugares que me gustan y en los que me siento bien. Muy bien. ¿Por qué? Porque todo puede ser inventado. Y entonces sin explicárselo pero dándoselo a entender, le hago comprender que lo he enviado al lugar en donde me hubiera gustado residir: ese sitio en donde todo puede suceder.