Marcel Sawchik en el Hogar de Paso a Paso

No es fácil entrar. No es un lugar cómodo. Ni bien entro y me someto al control policial, ni bien atravieso las primeras rejas, ni bien escucho lo primero gritos de los adolescentes, lo primero que pienso es que no tendría que haber enviado a nadie a ese lugar. El sentimiento de culpa me invade, es normal, pienso, estoy ingresando a un centro de retención. De pronto veo a Marcel bajar las escaleras. Viene a mi encuentro con una gran sonrisa y me recibe como si fuera su casa. Me sorprende la forma en que se mueve en el lugar. Llama a las personas para que le abran las rejas de los lugares, se desplaza con un dominio del lugar que es sorprendente. Conoce a todos los educadores, al personal de servicio, a la dirección. Ni bien atraviesa un corredor o una sala o un pasillo, todos los saludan de forma muy afectuosa. Y entonces vamos al patio. Se abre una reja y allí están todos ellos. Esperando. Esperándome. Están todos apoyados contra un muro. Son 23. Todos menores encerrados por delitos. Muchos de ellos por homicidio. Marcel me presenta. Me saludan. Son niños. Son hombres. Marcel se maneja de forma cómoda entre ellos. Gustavo tiene a cuatro o cinco adolescentes alrededor que le hacen preguntas sobre la fotografía y él por supuesto que no sólo les da explicaciones, sino que además les presta el aparato y les deja sacar fotos. Muchos me preguntan qué hago, quién soy, cuánta plata gano, qué escribo, en dónde vivo, si creo en Dios. “¿Y vos?”, le pregunto al joven que me ha peguntado si creo en Dios. “Y no queda otra”, me contesta. Todos tienen tatuajes en sus pieles: siempre pensé que la última propiedad del recluso es su piel. Marcel me muestra su cuaderno. Lo hace mientras todos ellos nos rodean y nos miran. Si alguno lo interrumpe, Marcel le hace un gesto y el joven se calla. Ha logrado imponer una autoridad asombrosa. Los chicos lo quieren, lo abrazan, tienen códigos con él. Marcel ha decidido darles la palabra y el cuaderno de trabajo está lleno de sus escrituras: su cuaderno se ha transformado en las paredes de una prisión repleta de inscripciones, de historias, de mensajes, de palabras escritas por los mismos reclusos. Es probable que la segunda propiedad del prisionero sea la piel de la pared. Uno de ellos me dice que quiere ser escritor y que quiere escribir cuentos. Otro me muestra su torso tatuado. Un grupo me muestra los baños también escritos. La escritura está por todos lados: en todos los soportes. Me invitan a ir a visitar sus celdas. Marcel entra conmigo. Le pido que lo haga. Marcel parece uno más. Creo que no se ha dado cuenta de lo que ha hecho: les ha propuesto un dispositivo notable de trabajo: se ha encerrado él mismo y les ha abierto las celdas a ellos por medio de sus escritos que saldrán de ese lugar. El canje los tiene contentos a todos. El trueque funciona. “Marcel es un crack”, me dice uno de ellos. De golpe Marcel se tiene que ir. Me saluda rápidamente y se va del centro de retención. Me quedo solo en el lugar acompañado por funcionarios. Me doy cuenta de que de todas las residencias, es la única en donde en lugar de irme y de dejar al dramaturgo escribiendo, es el dramaturgo el que se ha ido y soy yo el que he quedado allí, encerrado. Quiero irme. No soporto más ese lugar. Al salir, vuelvo a sentir el mismo sentimiento de culpa que sentí al entrar: no tendría que haber enviado a nadie allí.

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

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