Melania en la morgue
Melania nos espera a Gustavo y a mí sentada en un banco al aire libre. Nos sentamos con ella y hablamos, hablamos, hablamos. Nos hace entender a Gustavo y a mí que podemos entrar a la morgue cuando queramos, pero con Gustavo seguimos hablando y hablando y hablando, casi como si quisiéramos extender aquel encuentro sin tener que bajar a las salas de disección. Melania me muestra su boceto y luego me muestra los dos libros a partir de los cuales está trabajando, son dos poemarios de Eugenia Vaz Ferreira y de Idea Vilariño: leemos algunos de sus poemas, los escuchamos. Hubiera querido pedirle que me leyera algunos textos, pero no me atrevo, no la conozco lo suficiente, luego me arrepiento ya que no me gusta leer poesía, me gusta que me la lean. Seguimos hablando, hablando, hablando, hasta que Melania nos propone bajar. ¿Bajamos? Sí, claro le respondemos los dos. Y entonces lo hacemos: entramos a la morgue y allí nos enfrentamos a una serie de cadáveres esperando ser disecados. Melania se pone sus guantes, toma una pinza y empieza a explicarnos la notable ingeniería de nuestro cuerpo. Y lo hace muy bien porque Melania es un ser entre la medicina y la literatura. Mientras me diseca una garganta y me muestra las cuerdas vocales, no puedo dejar de pensar en la música de los versos de Idea o de Vaz Ferreira que acabamos de leer. Gustavo toma fotos casi sin querer ver. Mientras lo hace, me doy cuenta de que su pudor es mayor con los cadáveres que con los vivos. Quizás es por eso que soy yo quien toma mi iPhone y lo retrata por primera vez. Entonces logro una notable foto de Gustavo sacando una foto a un cadáver: una notable metáfora del oficio del fotógrafo que como la temible Gorgona al mirar petrifica, matando e inmortalizando a la vez. Los poetas también proceden de forma similar: el lenguaje es un instrumento letal que eterniza. Entonces me voy y los dejo trabajando. Necesito ir a ver a mis padres: encontrar el goce más primitivo que dio vida.